viernes, 25 de enero de 2013

Wagener y Mira bordan ‘La anarquista’

La obra de David Mamet se ha estrenado en Broadway y Madrid al mismo tiempo



La anarquista, la nueva obra de David Mamet, es un duelo de 70 minutos entre Cathy (Magüi Mira), una terrorista que ha pasado 35 años en prisión por matar a dos policías en un atraco, y Ann (Ana Wagener), la funcionaria que ha de informar para concederle la condicional. Cathy quiere salir de la cárcel para visitar a su padre enfermo y recibir su bendición antes de que muera. Ann quiere tres cosas: quiere que Cathy acepte su responsabilidad por las muertes, quiere una “muestra clara” de su arrepentimiento y, sobre todo, que revele el paradero de Althea, su antigua amante, cómplice en el asalto. Cathy es una mujer culta, de formación filosófica, que se expresa con minuciosidad, buscando las palabras precisas. Hija de una rica familia judía, creció en Nueva York, se educó en la Francia sesentayochista, militó en el FLN argelino, y volvió a Estados Unidos, donde formó parte de una banda armada. Cuando comienza la función, Cathy parece haber reemplazado una fe por otra: la Causa de la Izquierda ha dado paso a la de los Cristianos Renacidos. Reniega de “aquellas ideas que nos atraían porque incitaban a la acción, pero no comprendían el dolor ajeno”. Ha escrito un libro sobre su revelación, su “nuevo vínculo”, y asegura que quiere donar la herencia paterna a las familias de sus víctimas. El problema es que Ann está convencida de que miente, como todos los presos que quieren salir. Anna va a dejar su trabajo y de ella depende que Cathy quede libre, de modo que considera esta última entrevista como una especie de misión divina, regida por una frase bíblica del libro de los Proverbios: “La cortesía con los malvados es injusticia para los justos”.

Mamet contó en The New York Times que La anarquista nació de su indignación tras leer una entrevista con Bill Ayers, profesor retirado de la Universidad de Illinois que había sido miembro de Weather Underground, un grupo terrorista de los sesenta, al que cuando preguntaron si volvería a poner bombas respondió: “No quiero descartar esa posibilidad”. El personaje de Cathy está claramente inspirado en Kathy Boudin, integrante de la banda, detenida en 1981 por el atraco a un camión de Brink’s que se saldó con los asesinatos de dos policías y un guardia de seguridad.
¿Está hablando el dramaturgo, cercano hoy a la extrema derecha, por boca de Ann? ¿Es él quien no cree en la redención sino en el castigo?
¿Está hablando el dramaturgo, cercano hoy a la extrema derecha, por boca de Ann? ¿Es él quien no cree en la redención sino en el castigo? Pudiera ser, pero no nos interesa tanto lo que piensa sino cómo reparte el juego dramático. Siempre ha tenido Mamet una cierta tendencia a cargar la mano con los personajes que no le gustan, pero en La anarquista la balanza no está excesivamente desequilibrada. En uno de los diálogos capitales de la obra, Ann dice: “El Estado no te encierra para causarte dolor, sino para asegurar la libertad de otros. Y no es por miedo a que vuelvas a matar, sino para que todos los hombres puedan ver las consecuencias de ciertos actos, y así se controlen… He leído vuestros panfletos. No eran una locura de juventud: eran una perversa y maligna herejía”. Responderá Cathy: “Ideas más depravadas y violentas que las mías se agitan hoy en las mentes más pacíficas del planeta”.

Cathy arroja sobre el tapete, igualmente, un argumento muy interesante: no aceptaron en el juicio sus razones “políticas” y sin embargo Anna la está juzgando políticamente. Mamet le concede también una notable baza ética: podría haber salido mucho antes de haber accedido a delatar a Althea, y no lo ha hecho. Y aquí me callo, porque el resto de lo que sucede en la función pertenece al secreto de sumario. En cuanto a Ann, encarnación de la voz de la ley, cuesta imaginar un personaje más antipático: quizás no ande Cathy lejos de la verdad cuando le dice “eres una frustrada que obtienes placer escuchando las historias de los presos; viéndoles mentir, llorar, suplicar; viendo cómo tratan de seducirte”. Las dos son fanáticas de sus respectivas ideologías, y para ambas el fin justifica los medios, como también verán ustedes.
No es un Mamet de gran cosecha, pero no merecía esa hoguera. Tampoco es, por cierto, su mayor fracaso: del revival de American Buffalo en 2008
El texto de La anarquista me ha interesado pero no me ha cautivado. Es una obra corta que se hace larga. Las ideas de una y otra, sagazmente observadas, deparan un duelo demasiado cerebral, que solo echa chispas en el último tercio. Mamet ha elegido una forma arriesgada. Estamos acostumbrados a sus juegos de engaños, donde el lenguaje es siempre una cortina de humo, pero aquí adopta una manera más gélida, a caballo entre el debate ideológico y el cuento moral, que en vez de avanzar como una flecha se mueve en círculos, con los personajes parando y fintando, buscando atrapar al otro en su red, volviendo sobre las frases para tratar de esclarecer lo no dicho: debate de altura, pero un tanto falto de carne, de intensidad dramática, a diferencia —comparación inevitable— de Oleanna. La función se estrenó en Madrid y Nueva York el mismo día. En Broadway ha sido un pinchazo enorme. Machacada por buena parte de la crítica, saltó de cartel con tan solo 17 representaciones (y 23 previas).

No es un Mamet de gran cosecha, pero no merecía esa hoguera. Tampoco es, por cierto, su mayor fracaso: del revival de American Buffalo en 2008, protagonizado por John Leguizamo, se dieron únicamente ocho funciones.

Entre las razones de la caída de La anarquista cabría apuntar la elección del Golden Theatre, una sala de 800 butacas, y el estratosférico precio de las entradas (130 dólares), imagino que así establecido para pagar los salarios de las dos estrellas, Patti Lupone y Debra Winger, dirigidas por el propio dramaturgo: le hubiera convenido mucho más un espacio íntimo del off. En Madrid ha funcionado muy bien, porque la sala pequeña del Español es idónea, y porque el trabajo de las actrices y del director, José Pascual (que firma también la versión) es formidable, una filigrana. Magüi Mira y Ana Wagener me parecieron portentosas, milimétricas de ritmo y de intenciones. Infunden pasión y verdad a sus personajes, lidian con un diálogo muy difícil, y en sus rostros y sus miradas asoman las vidas anteriores de Cathy y Ann: consiguen que comulguemos con sus causas respectivas, que intuyamos sus maniobras, que rechacemos sus intolerancias. No se puede hacer mejor. La noche en que vi la función hubo numerosos bravos, a los que me sumo.

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