"Por tus palabras se adivina que nunca te enamoraste en vano, fuese cual fuese el final", me dejaba escrito Snopes, aquí mismo, entre los comentarios a un post publicado hace algunas semanas sobre los comienzos y los finales del amor.
Me encantó esa manera atenta y cariñosa de leer, pero hoy traigo a cuento la frase porque quiero rendir tributo a las mujeres que se mojan, tal como prometimos días atrás, al mencionar los humores sensuales y otras humedades del cuerpo y (menos) las del alma.
Nos referimos a mujeres que se han mojado en sus varias acepciones y especialmente en la vertiente espiritual, en esa manera de llamarle en España al acto de comprometerse (jugarse por algo, decimos en Argentina).
La pareja, según Leandro Lamas.
Para poner un ejemplo de su uso: "Mójate y di qué te parece a ti. ¿Te da miedo cómo se te juzgue simplemente por decir claramente tu opinión sin ambigüedades?", era el desafío de María, otra lectora, al final de una entrada dedicada a desentrañar las connotaciones de la palabra puta, o su oportunidad de usarla como piropo, en el fragor del sexo. Antes de tirarnos a la piscina, María, creo que de lo que se trataba era justamente de presentar las dudas y sensaciones encontradas que genera el uso de una palabra con tanto valor simbólico como "puta", las mías y las vuestras.
A la piscina. Desde su primera época, Hollywood nos ha presentado damas que se la juegan o que lo intentan hasta el desmayo, que se enfrentan a los convencionalismos o que enferman de frustración. Días atrás, recordábamos a la bella Elizabeth Taylor, muerta del aburrimiento en la hacienda tejana a la que la lleva a tragar polvo su petulante marido Jordan Benedict/Rock Hudson, en Gigante/Giant (1956) de George Stevens. Y como contrafigura, el solitario y atractivo Jett/James Dean (en su última película, poniendo a Leslie/Liz en aprietos.
Elizabeth Taylor en el paisaje tejano de Gigante (1956).
Antes que ella, en Lo que el viento se llevó (1939) de Victor Fleming, Scarlett O’Hara había sufrido largamente por el disciplinado Ashley, que prefiere a su prima Melanie, más acorde a sus necesidades. Por fortuna para la historia, casi siempre hubo un Rhett/Clark Gable para una Scarlett/Vivien Leigh, pero lo cierto es que aquellas mujeres fuertes e independientes estaban destinadas a mucha soledad (o a la resignación de ser quienes no eran). Los guionistas de Hollywood no nos ahorraron explicaciones: los hombres de su época no las querían.
A propósito, el filósofo francés Gilles Lipovetsky habla en su libro La tercera mujer sobre el rol social y sexual femenino y su evolución a lo largo del siglo XX: "Los años cincuenta contemplan una escalada erótica de la publicidad; Eros se exhibe aquí y allá en las películas y en las revistas, antes incluso de que la píldora y la irrupción de las corrientes contestatarias desencadenaran la revolución de las costumbres acaecida en los años sesenta y setenta. Esta promoción del sexo reviste una importancia capital, pues si antaño los hombres se mostraban profundamente hostiles al trabajo femenino, se debía sobre todo al hecho de que se asociaba con la licencia sexual, con ‘la sombra de la prostitución’" (aquí el autor cita a Évelyne Sullerot y su Histoire et sociologie du travail féminin).
Hablábamos, también, de las respetables y libérrimas damas de los años veinte en la Riviera Francesa, a cuyo servicio pone Stefan Zweig un narrador comprensivo y open-minded en 24 horas de la vida de una mujer (1929), para contrarrestar la sentencia implacable de señores y señoras, jueces y condenados por la moral del aburrimiento.
Lo cierto es que en esa misma época y también en Francia, aunque seguramente no por motivos morales, un poeta audaz como Antonin Artaud, profundamente enamorado de la actriz rumana Génica Athanasiou (recomiendo leer sus apasionadas cartas anteriores), fuese capaz de renunciar a ella y a su propio amor y escribirle: "Necesito un hogar, y lo necesito pronto, y una mujer que se ocupe de mí, soy incapaz de ocuparme de nada, que se ocupe hasta de las cosas más pequeñas. Una artista como tú tiene su vida y no puede hacer eso. Todo lo que te digo es de un feroz egoísmo, pero es así. No es necesario que esa mujer sea ni siquiera bonita, tampoco que sea una inteligencia excesiva, ni que reflexione demasiado. Me basta con que esté unida a mí".
Leyendo estas líneas me pregunto cuántas mujeres se habrán sentido, se sienten y se sentirán todavía aludidas en las palabras del mortificado Artaud.
Libertad e impotencia son, sin duda, dos términos que las chicas conocemos bastante y no precisamente por antagónicos. Entonces, el teórico acude en nuestra ayuda: "El reconocimiento social del trabajo femenino y el liberalismo sexual corren parejos. Si el derecho al trabajo de las mujeres se impuso mucho más tarde que los derechos políticos, ello se debe fundamentalmente al miedo tradicional que inspira la libertad femenina, la sexual en particular, a la negativa por parte de los hombres a reconocer la autonomía femenina en las esferas ‘sensibles’ de la vida material y sexual, a su voluntad de controlar el cuerpo femenino y de perpetuar el principio de la subordinación del sexo débil al sexo fuerte". Palabra de Monsieur Lipovetsky.
¿Te mojas?
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