"Las niñas ya no quieren ser princesas", cantaba Joaquín Sabina sobre el Madrid salido de la transición. No debe ocurrir lo mismo en nuestros días, porque el cine nos trae una princesa tras otra, entre ellas tres versiones libérrimas de la inmortal Blancanieves. Y la nueva heroína no es exactamente la princesa que se espera de ella, sino que muestra más carácter, no espera ser salvada, empuña la espada y, si hace falta, pelea como Lara Croft. ¿Las niñas ahora sí quieren ser princesas? Otro tipo de princesa, desde luego.
En un momento de la película de Tarsem Singh recién estrenada (Blancanieves. Mirror, mirror), la protagonista (Lilly Collins) encierra al príncipe azul y a los enanitos tras la puerta de la casa y les dice que ya está harta de ese cuento en que tiene que ser salvada, así que ahora se valdrá por sí misma. El príncipe insiste desde el otro lado de la mirilla: "Pero ¿por qué? El cuento ha sido siempre así y ha funcionado bien". Y Blancanieves parte a combatir en solitario a la bestia del bosque, una especie de dragón que devora humanos. No hace falta decir que triunfará. Y que ni se tragará la manzana envenenada ni despertará de la muerte por un beso de su hombre ideal.
El mundo del cine parece estar respondiendo así a los que alertaban contra los cuentos clásicos, la primera literatura que conocen nuestros niños, porque transmiten sexismo. Lo que es relativo. Según cómo se cuenten. Claro, la mentalidad y los prejuicios de cada época impregnan casi todo lo escrito en la historia de la literatura. Pero de ahí venimos, esa es nuestra cultura y tampoco vamos a borrarla toda para partir de cero. Ahora bien, igual se pueden aportar nuevas versiones con nuevos elementos. Blancanieves se pone al día, como mucho tiempo antes hizo de la mano de otros intermediarios del antiguo mito, sean los hermanos Grimm o la Disney.
En junio llegará otra superproducción a las pantallas: Blancanieves y la leyenda del cazador, de Rupert Sanders, que promete ir mucho más allá presentando a una Blancanieves guerrera y revolucionaria que interpreta Kristen Stewart. Las imágenes que se avanzan parecen más propias de El señor de los anillos.
Otra Blancanieves pero gótica viene en camino del cine español con aires también muy distintos: en blanco y negro y muda, al estilo de la premiada The artist, con Maribel Verdú como madrastra y dirigida por Pablo Berger. Tan libre que la princesa castiza se llama Carmen.
¿Quién explica esta fiebre de reinterpretar a Blancanieves, además del posible espionaje industrial entre las cinematográficas? Benjamín Prado explicaba bien en Hoy por hoy de la SER la fascinación que despierta el personaje, cómo entronca con mitos griegos (desde Tántalo a Edipo), con otros bíblicos como el de la manzana envenenada. "Los cuentos clásicos son más clásicos de lo que parece", defiende el escritor. Sus argumentos son universales y atrapan porque tienen fuerza dramática, porque dan forma a nuestros miedos ancestrales, luego nos permiten exorcizarlos.
El material original es culturalmente valiosísimo, pero en muchos aspectos, visto desde ojos de hoy, poco instructivo. Algunos cuentos nunca serán llevados al cine, y no están entre los más populares hoy, por su extrema violencia. Pulgarcito consigue por un engaño que el ogro devore a sus propias hijas, qué héroe. El flautista secuestró a todos los niños del pueblo cuyos adultos no le pagaron lo que le prometían. El horror es elemento habitual, porque conmueve, emociona. Aún así, en cada tiempo se han añadido o quitado elementos según la sensibilidad de la época. Casi nadie recuerda ya de Blancanieves su final original según los Grimm: la madrastra es condenada a vestir unos zapatos de metal incandescente sobre los que tendrá que bailar hasta morir. Disney prefiere hacerla caer por un acantilado tras una batalla con los enanitos, que parece un final más digno.
Pero, a lo que íbamos, ¿hay o no hay sexismo? Hay muchos cuentos clásicos protagonizados por mujeres o niñas, lo que implica un punto de vista femenino desde el principio, lo que no siempre se ha dado en la literatura. El problema es que las chicas puestas como modelo son a menudo frágiles, vulnerables, necesitadas del rescate de un varón, sea un príncipe que besa lo que parece un cadáver, otro que busque a la dueña del zapato de cristal o un cazador que las saque de la tripa del lobo. Casi todas parecen explotar sobre todo su belleza y su encanto, su atractivo, como su principal arma.
Las versiones de los cuentos dominantes en el último siglo, que son las de Disney, no desmienten este tópico de mujer dependiente. No, al menos, las películas de princesas filmadas por el mago de los dibujos animados (auténticas obras de arte, digámoslo también) en los años 30. Las princesas de Disney del siglo XXI (Tiana y el Sapo o la Rampunzel de Enredados) ya tienen otra forma de ser. Un rol más activo en la trama, un ideal más cercano al que creemos oportuno para las niñas de hoy.
Y está, siempre, la madrasta. ¡Ay la madrastra! Si hay un colectivo que debe aborrecer los cuentos es el de las segundas esposas. Las malvadas por excelencia son las madrastras, que en las dos nuevas Blancanieves de Hollywood interpretan Julia Roberts y Charlize Teron, actrices de primerísima fila que resultan magnéticas desde su glamourosa maldad. Parece que, en la época de los castillos y los caballeros, lo peor que pudiera pasar a una muchacha es que su padre enviudara y se volviera a casar. El estigma ha sido tal que la palabra madrastra ha desaparecido de nuestro vocabulario corriente, y nadie llamaría así a la mujer de su padre. Desde luego, ya nadie quiere ser vista como una madrastra. ¿Transmitieron ese prejuicio tantas generaciones de madres que eran primeras esposas y contaron el cuento primero?
Cliché tras cliché. Pero, entonces, ¿hay que jubilar los cuentos clásicos por no adaptarse a nuestra mentalidad actual? No, por favor, sería un desastre cultural. No resistiría un test de corrección política ninguna gran obra de ficción, material que debe estar libre de corsés porque pertenece al mundo de lo imaginario. ¿Y si cambiamos los cuentos otra vez? En eso parece estar el cine, pero las nuevas versiones difícilmente lograrán sacar a las de Disney de las videotecas domésticas, porque no tienen su magia.
Hace un par de años, cuando Bibiana Aído ocupaba el desaparecido Ministerio de Igualdad, ese departamento quiso advertir del sexismo implícito en los cuentos y le cayó encima una buena polémica (muy parecida a otra más reciente: la de la RAE con las guías de lenguaje no sexista). Entonces escribió en Vida&Artes Aurora Intxausti un artículo, irónicamente titulado "El cuento de las hadas y los hados", sobre la vigencia de los clásicos. "Los cuentos nos introducen en el universo de la lectura y al mismo tiempo nos descubren sentimientos como los celos en el caso de Cenicienta, la envidia en Blancanieves o el abandono en Hansel y Gretel. Durante años, los clásicos de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm o Charles Perrault han mostrado a los niños un mundo en el que el papel de la mujer y el hombre eran diferentes, porque correspondían a una época muy distinta a la que vivimos hoy. Los nuevos cuentistas abordan otro tipo de temas relacionados con los valores que deben predominar en nuestra sociedad, como la solidaridad, el medio ambiente, el respeto al otro o la amistad. Pero lo políticamente correcto no derrota por ahora a la tradición y el cuento clásico sigue tan vigente como siempre. Hay quien apuesta por reinventar los cuentos y sobre eso hay diferentes teorías. Y hay otros que creen que resulta absurdo incluso el planteamiento de que pueda cuestionarse un patrimonio cultural de este orden", resumía Intxausti.
Una de las más respetadas editoras de libros infantiles, Felicidad Orquín, defendía con pasión estos cuentos "maravillosos" de hadas, a los que se puede considerar la prehistoria de la humanidad: "Todos ellos son universales, porque se dan con variantes en todos los países, son figuras que hay que considerar arquetipos. Por eso en el siglo XVII un hombre culto de la corte, como Perrault, toma estos cuentos de aquellos populares que había oído a su niñera, y hace una colección de clásicos que se mantienen ahora, como La bella durmiente, Caperucita o Piel de asno, que recogen esas experiencias subconscientes de iniciación para niños y niños. No hay más que recordar Caperucita, cuento que termina con una moraleja con la que se advierte a las niñas para que se defiendan frente a los hombres mayores que pueden perseguirlas", concluye Orquín, quien sostiene que los estereotipos que aparecen en las mujeres de estos cuentos no son sexistas, ya que las figuras femeninas, tanto las bondadosas como las malvadas, tienen un papel y, a veces, el más activo.
¿Saben? Los padres progres también leen cuentos clásicos a sus hijos, porque no se ven capaces de romper una cadena de lecturas familiares seguida durante siglos, porque no quieren hurtarles el patrimonio cultural que nos ayuda a entender quiénes somos. Pero lo bueno de las tradiciones orales es que al narrador le queda un amplio margen para modificar, añadir y quitar al cuento. Que se puede contar el cuento a tu manera. Como está haciendo Hollywood. O como hacen tantos padres que, al acostar a sus hijos, se sienten libres para inventarse un final distinto algunas veces. No está tan mal que aprendamos distintas versiones del cuento de siempre.
FUENTE: http://blogs.elpais.com/mujeres/2012/04/blancanieves-2012.html
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